jueves, 26 septiembre, 2024
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Otra vez la pesadilla que lo cambia todo: el regreso de la turbulencia que radicalizó a EE.UU

Un presidente que desiste de buscar la reelección. El candidato con más posibilidades de sucederlo es atacado. Una guerra lejana golpea a Estados Unidos y lo divide. Las calles se movilizan hasta la violencia, antes y después.

No, no es 2024. Es 1968, el año de las turbulencias extremas que se proyectó sobre la siguiente década con su aura división política y conflictos internos e internacionales y que aún hoy alimenta una de las mayores grietas de la historia norteamericana.

En marzo de ese año, el entonces presidente Lyndon B. Johnson, acosado por el fracaso de las fuerzas norteamericanas en Vietnam, anunció que no buscaría su reelección. Unos meses después, en junio, Robert Kennedy, la esperanza demócrata para retener la Casa Blanca, fue asesinado en California.

Robert Kennedy, luego de recibir los disparos

Ése no fue el comienzo de la violencia política; fue más bien uno de sus picos. Unos meses antes, en enero de 1968, Martin Luther King había sido asesinado. A los años anteriores no les había faltado ni muerte ni odio: el magnicidio de John Kennedy; los grupos extremistas; la protesta permanente con la guerra como blanco y, detrás de ella, la puja por los derechos civiles de las minorías y la creciente enemistad entre republicanos y demócratas.

La conmoción por la muerte de Robert Kennedy no fue suficiente para calmar a Estados Unidos. Todo lo contrario. Las calles sumaron odio y la política se alteró como pocos preveían. Las elecciones de 1968 fueron ganadas por el republicano Richard Nixon, el presidente que seis años después debería renunciar, acosado por el Watergate, el escándalo por el espionaje en oficinas demócratas ordenado por él mismo. En lugar de normalizarse, la política norteamericana siguió su rumbo de turbulencia.

¿Es ése el escenario que le espera a Estados Unidos después del ataque contra Donald Trump en Pensilvania? Hoy varios de los fenómenos de 1968 que proyectaron la división política de los 70 se repiten. El ataque contra Donald Trump no es un acto de violencia aislado; es más bien otro capítulo en un fenómeno de varios años. El regreso de 1968 es un fantasma que recorre desde hace casi una década las calles norteamericanas aun cuando sus líderes, republicanos o demócratas, conscientes del impacto de esos años turbulentos se esfuerzan en advertir sobre cuánto debilita a la democracia norteamericana.

No es solo polarización sobre derechos sociales o la política exterior, no es solo una guerra cultural, es también la muerte. Desde los enfrentamientos en la marcha supremacista de Charlottesville, en 2017, y la ideologizada convulsión en Portland, en 2020, hasta el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021.

¿Seguirá esa violencia ahora o el shock por el ataque a Trump será un fuerte llamado de atención a dirigentes y votantes sobre la necesidad de desacelerar la deriva polarizante? La respuesta estará en la investigación sobre lo que sucedió en Pensilvania y en la reacción de la clase política. Por un lado, los seguidores de Trump seguramente se alinearán con la respuesta del expresidente. En 2021, ellos lideraron la traumatizante toma del Capitolio en protesta por lo que creían era un robo electoral en los comicios de 2020, una hipótesis repetida por Trump e insistentemente desmentida por la Justicia. Eso es un mal presagio para 2024.

Si la investigación apunta a grupos de izquierda, los seguidores de Trump bien podrían buscar venganza en las calles: después de todo, ya lo hicieron el 6 de enero de 2021 movilizados por teorías conspirativas y mentiras.

Así como será decisiva la respuesta de Trump a este intento de magnicidio, la reacción de Biden y los demócratas será también clave para azuzar o neutralizar la violencia.

La ofensiva permanente contra Trump y su asociación con instintos autocráticos y la propalación de la violencia son los argumentos electorales esenciales de un Biden que pugna por resistir a la presión demócrata para que ceda su lugar a alguien más joven y enérgico. El ataque al expresidente lo despoja al actual mandatario de esos ejes de campaña.

Por un tiempo, cualquier crítica a Trump se sentirá como un nuevo ataque a una víctima, una revictimización. Debilitado a más no poder, Biden tendrá que buscar rápidamente un nuevo discurso para confrontar con su rival, recostado en una fuerte ola de solidaridad que, en otros países, como Brasil, ayudó a otros candidatos a ganar comicios.

Hasta ayer eso era difícil; a partir de ahora eso será casi imposible. Si hasta esta semana los sondeos asustaban al oficialismo, desde hoy, el pánico los abrazará.

¿Es decir que la campaña para el 5 de noviembre de 2024 terminó ya, incluso antes de que los candidatos sean oficialmente nominados en sus respectivas convenciones, y hay un ganador en ciernes? Demasiado alterado y lleno de imprevistos está este ciclo electoral como para sentenciar el resultado hoy. El camino de la política norteamericana es incluso más sinuoso que en 1968 y la década del 70. Y la violencia lo amenaza tanto como en esos años.

El interrogante de fondo para todos los norteamericanos tal vez va más allá hoy de quién será su próximo presidente. Quizá la pregunta sea cuánto más puede resistir esta democracia que Estados Unidos trató de vender al mundo como un modelo global.

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