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En medio de las montañas riojanas, bien al norte, enmarcado por los cerros del cordón de Velasco y un cielo surcado por el vuelo de los cóndores, se levanta el increíble castillo de Dionisio, una curiosidad de piedra y cemento diseñado con imágenes caprichosas e inquietantes por Dionisio Aizcorbe. Este hombre solitario eligió a los 53 años dejar atrás su pasado para llevar una vida austera y fundar una obra de arte con sus propias manos: la representación de sus creencias.
El castillo, una especie de catedral ecléctica con figuras surrealistas de difícil interpretación, se encuentra inserta en un paraje perdido donde el silencio es apenas perturbado por el agudo silbido de los pirinchos o el agua de las acequias que baja desde las colinas. Y es la principal atracción que convoca actualmente a turistas locales y extranjeros a este remoto pueblo.
Santa Vera Cruz es una modesta aldea de casas de adobe, la última en el camino de los “pueblos de La Costa” -llamados así porque están al pie de los faldeos de la Sierra de Velasco-, un poblado de apenas unas 200 almas donde habitaba la cultura Aguada en los siglos XVI y XVII.
El último tramo desde Santa Vera Cruz hasta la misteriosa catedral es por una calle empinada de tierra, si se elige la caminata en lugar de una cuatro por cuatro para subirla. A 1.800 metros de altura es probable que se acelere la respiración, pero vale la pena el esfuerzo.
Mientras se asciende pueden observarse los cambios del paisaje: la vegetación achaparrada, propia de las regiones semidesérticas, se transforma en la proximidad de este caserío a causa de los canales de riego que construyeron los picapedreros hace más de cien años. El agua es el milagro. Junto a los clásicos cardones que asoman a lo largo de la ruta 75 (por donde se accede a todos los pueblos costeros, incluido Santa Vera Cruz) emerge una versión distinta del paisaje: en lugar de matorrales a ras del suelo, sobresalen arboles erguidos, sauces, nogales, álamos y el sepia de la tierra semiárida se vuelve de un verde brillante. El perfume de las rosas y de las flores nativas son otros indicios de que estamos a pocos pasos del castillo de Dionisio y sus imágenes oníricas.
Al llegar, lo primero que llama la atención es la puerta de acceso. Se trata de un portón de hierro revestido en cemento con un arco superior donde se lee “Homenaje a Vincent Van Gogh”. Encima de esta entrada hay unas aspas de molino pintadas de amarillo, naranja y ocre, similar a los molinos de Van Gogh. Luego de atravesar el portón principal se desemboca en un jardín custodiado por la figura de Buda y otras esculturas orientales. Más adelante hay una representación del Vía Crucis y continúa por un pasadizo de columnas desde donde cuelga, como suspendido en el techo, una gran talla de un barco vikingo.
Todas las paredes externas de la casa de Dionisio tienen diferentes esculturas, y en una de las fachadas se destaca una serie de máscaras de color rojo, negro y blanco con reminiscencias africanas. También abundan signos de mantras, animales que semejan grandes reptiles, figuras que tocan el arpa junto a otra que baila, y una gran ojiva, como si fuera el ingreso al útero materno que representa la fecundación, la gestación de la vida.
Todo tiene un significado y una lógica que sólo conocía su autor, y que luego explicó en su libro, Hijos del Cosmos. Su filosofía asoma en las leyendas que están inscriptas en las paredes: “La paz mental significa el fin de todo daño, el que tiene mente en paz permanece seguro”; “Nadie cura a nadie, el hombre tiene el poder de curarse solo a través de sus pensamientos”; “Por cada flor de amor y caridad que plantes en el jardín de tu vecino, desaparecerá una mala hierba del tuyo”.
El estilo de su catedral fue comparado con la obra de Antonio Gaudí, específicamente con el Parque Güell en Barcelona, pero lo cierto es que Dionisio no habría conocido la obra del catalán y, aunque existan similitudes, se debería a la pura coincidencia. Lo que los acerca a los dos artistas es su libertad de expresión y una imaginación desbordante. Pero su vida fue muy distinta: mientras que Gaudí como arquitecto tuvo una formación académica y fue reconocido como el máximo representante del modernismo español, Dionisio apenas terminó la primaria y, según se sabe, fue “un chico de la calle”. En cuanto al modo de trabajar, mientras el catalán ideaba las formas y las reproducía con un equipo de colaboradores en maquetas tridimensionales, este “loco de la colina”, según lo apodaban sus vecinos, lo hizo absolutamente solo, sin más proyección que lo que le dictaban sus manos.
En cuanto a influencias, Aizcorbe se sentía próximo a Van Gogh, quizás no sólo porque lo admiraba como artista, sino por el aislamiento y el poco reconocimiento a su genio que tuvo el holandés mientras vivía.
Treinta años le llevó a Dionisio construir su alcázar. De él decía la gente de los alrededores que estaba poseído por el demonio, que había brujas que rondaban su fortaleza. Que era un alemán que había escapado de la guerra…Nada de eso era cierto.
Dionisio Aizcorbe, oriundo de Santa Fe, carpintero, a cargo de una mueblería en el pueblo catarmaqueño de Tinogasta y una bodeguita de vinos artesanales, un buen día resolvió vender todo para instalarse en el extremo más aislado del pueblito de Santa Vera Cruz y allí cumplir su sueño, vivir con lo esencial, sólo comer verduras, y abandonar todo lujo para cultivar su espíritu. En poco tiempo se despojó de sus pertenencias; para comprar el lote donde levantó el castillo y su hogar, vendió un juego de muebles, el último que le quedaba, y allí se estableció. De inmediato se puso a construir una casa alpina que fue transformando de apariencia para hacer su obra donde conviven representaciones tan disímiles como San Jorge y el Dragón, el ave Fénix y la leyenda de Osiris.
Para dedicarse a su castillo, Dionisio dejó todo: un pequeño comercio, su oficio y su familia inclusive; estuvo casado de muy joven con una pianista y tuvo cuatro hijos con los que casi nunca se veía. Eligió vivir completamente solo en los laberintos de su castillo, tan complejos como los de su mente, desde que llegó a este lugar a sus 53 años hasta que murió, treinta años después, el 28 de diciembre del 2004.
Tras su muerte, la obra estuvo abandonada durante cinco años sin nadie que la reclamara, hasta que Pedro Armando Fernández, un guía de turismo en La Rioja, pasó a verla y se enamoró. Como Dionisio, él también decidió afincarse en el paraje. Hoy muestra el paisaje que rodea el castillo, mira el cielo, señala un cóndor que planea en círculo y asegura: “El lugar tiene una energía especial, irradia una vibración contagiosa que de alguna manera te cambia. Yo cuando compré esta catedral increíble a una de las hijas de Dionisio que vive en Misiones, estaba decidido a vivir acá y convertirlo en un lugar turístico”.
El nuevo anfitrión cuenta que le llevó un tiempo reconstruir algunas partes del castillo que se habían deteriorado, pero que no se arrepiente de la apuesta que hizo. Cuando vivía Dionisio, era simplemente su casa, y nadie entraba sin su inspección espiritual previa. Acá venían a verlo de todas partes. Una visitante asidua era Ludovica Squirru, que decía que las ondas del lugar la ayudaban a escribir su horóscopo chino.
“Al parecer, Dionisio tenía el don de leer el aura de la gente y el que por algún motivo no pasaba el examen de su mirada, se quedaba en la puerta. Ahora los turistas son bienvenidos todos los días del año”, explica Fernández.
Pedro explica que, pese a su aislamiento, Dionisio no era un ermitaño, sino un profeta particular. “En realidad, su catedral fue el legado que quería dejar. Cada piedra, cada imagen que construyó, llevaba impresa su filosofía; su obra fue la materialización simbólica de su manera de vivir. Él hablaba de temas que en su época eran apenas conocidos, como honrar a nuestro planeta, respetar el medio ambiente y la vida de cualquier ser vivo (no mataba ni a una hormiga); era vegetariano y pregonaba, sin jerarquizar, la sabiduría de Buda, Jesús o Mahoma. Él creía que la muerte era un tránsito hacia otra vida”, relata.
En un ángulo de la habitación donde la luz se filtra por unos vitraux de colores, cuelga la fotografía de Dionisio Aizcorbe, un hombre de larga barba blanca que mira con sus ojos claros, como traspasando los límites del tiempo.
Santa Vera Cruz, La Rioja.
T: 011 15-4473-4566.
www.castillodedionisio.com.ar
Visitas guiadas al castillo todos los días de la semana, más otras actividades alternativas como yoga y meditación con cuencos tibetanos. También es posible hacer trekking y senderismo por el majestuoso paisaje del cerro de Velasco.
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