Discutir lo indiscutible

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Siento cierta nostalgia por un periodismo que no viví y que consumí fuera de su tiempo. Les contaba a los alumnos de un curso sobre Historia del Ballet, al que me invitaron a dar una clase, que un caso que ejemplifica lo anterior es el de Arlene Croce, quien durante un cuarto de siglo fue la crítica de danza de The New Yorker. Un puesto que la prestigiosa revista creó expresamente a su medida. ¡Qué fortuna! Ella misma decía que trabajando allí un autor disfrutaba de una la libertad que probablemente haya sido única en el periodismo norteamericano.

Hay que imaginarse que entre 1973 y 1996, sus reseñas y ensayos entretenidos, apasionados, pero sin concesiones, acompañaron, instruyeron y polemizaron con el arte que observaban. Era una época crucial: aunque sentía que de cierto modo estaba llegando tarde, porque su bienamado George Balanchine –que décadas antes la había dejado insomne con el estreno de Agon (1957)- ya iba a cumplir los setenta y Martha Graham se acababa de retirar, apenas ocurría la deserción de Mikhail Baryshnikov de la URSS y Suzanne Farrell estaba volviendo a la Gran Manzana. ¡La danza nunca había sido más popular en los Estados Unidos! A veces, veía cinco obras en un fin de semana.

Un poco de todo esto lo resume en el prólogo de su libro Writing in the dark, dancing in the New Yorker (2000), compilado final de sus columnas que abarcan los ballets clásicos, las carreras de Twyla Tharp y Merce Cunningham y las controversias en torno de muchas de las grandes compañías de danza del siglo XX. Leer hoy ese volumen es una lección en múltiples direcciones. La primera tiene la crudeza de un puñal: nos recuerda cuál es el lugar de la crítica en los medios y, por lo tanto, deja en evidencia por qué hoy el género está en terapia intensiva.

El caso es que antes de las Fiestas de diciembre, que nos pone entre paréntesis, Arlene Croce murió a los 90 años en un asilo de ancianos en Rhode Island. Debe haber brindado el 31 en una pista de baile de otro mundo, con Fred Astaire y Ginger Rogers, de quienes escribió un libro que le valió sobrados elogios.

Su trabajo sobre Fred Astaire y Ginger Rogers en el cine y el último libro que compiló en 2000 sus columnas para The New Yorker

Ahora, todos escriben sobre esta mujer. El mismo lunes 16, en su obituario para The New York Times, Brian Seibert ilustraba su “ingenio mordaz”, la cualidad por la que era admirada y temida a la vez, cuando recordaba que una vez describió los pies de la bailarina Carla Fracci diciendo “que se movían por el suelo como un guardabarros suelto” o que una coreografía de Gerald Arpino (cofundador del Joffrey Ballet) era como una “carta de amor de un analfabeto, todo en mayúsculas”. Le gustaba esa comparación: de sí misma decía ser “una analfabeta”, cuando confesaba no haber tomado nunca una clase de danza ni de música.

De algún modo la partida de la “Jane Austen de la crítica de danza”, como se la inmortalizó en solapas y contratapas, deja a sus devotos de regreso sobre la Biblia de setecientas y pico páginas. Escribió el fotógrafo de Brooklyn Steven Pisano que fue a partir de estos ensayos que enfocó su carrera: “Su pasión era tan contagiosa que comencé a creer que también amaba la danza, aunque yo no podía bailar y no vería un espectáculo en vivo hasta que tuviera veintitantos años. Pero a través de los escritos de Arlene Croce pude sentir, pude VER lo que ella escribía”. De la importancia de su labor se ocupó en las mismas páginas de The New Yorker Jennifer Homans, autora de otra biblia mucho más contemporánea, Apollo’s Angels: A History of Ballet. Y el Times esta semana insistió con un análisis imperdible de Elizabeth Kendall, quien está a punto de publicar el libro Balanchine Finds His America.

Atesoro las máximas que Croce dejó entrelíneas, aunque reniego de ciertas formas despiadadas. Una vez, cuando fue muy cuestionada por su famoso artículo Discussing the Undiscussable, en el que daba las razones por las que se negó a reseñar un espectáculo en el participaban personas en la etapa terminal de su enfermedad -lo que para ella se inscribía en una tendencia de los ‘90 a la que llamó “arte de las víctimas”-, recordó que un crítico tiene tres opciones: ver y hacer su review, ver y no escribir nada, y finalmente no ver. Para casos excepcionales como aquel, habilitaba una cuarta categoría: no ver y escribir al respecto. Discutir lo indiscutible.

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