Viaje en el tiempo a través de las revistas que leyeron los argentinos

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El sitio web Archivo Histórico de Revistas Argentinas –Ahira– tiene ganado un lugar entre historiadores e investigadores que buscan y encuentran, a tiro de teclado, lo que antes hubiese requerido una exploración ardua, probablemente infructuosa. La iniciativa, financiada por la UBA, y que cuenta con colaboraciones ad honorem, fue presentada oficialmente en 2015 y es un corazón perenne; late en el pasado continuo de su recolección, que se diría infinita.

La dinámica digitalizadora del sitio es pura pulsión vocacional, colaborativa. Descubre y alberga curiosidades, disponibles para bajarse en PDF y materializar copias fieles –si uno quisiera–, de más de cien publicaciones que van del año 1830 a 2021. La virtual proeza arqueológica excava en el periodismo gráfico local y ofrece libre acceso de sus constantes hallazgos en un “kiosco gratis las 24 horas”, tituló un medio al reseñar su existencia.

Recorrer www.ahira.com.ar propone viajes en el tiempo y trae ecos desopilantes de otra argentinidad. Por ejemplo, La Aljaba –primer periódico local explícitamente femenino, publicado hasta 1831– clama en su editorial: “¡Muger!; ¡Adorno de las concurrencias privadas!; Legisladora del orden doméstico; Administradora de los caudales que el afán y desvelos del hombre deposita en las arcas de su prudencia”(sic). Así sigue el voluntarioso “halago”. Una críptica bajada de título acompaña cada número: “Nos libraremos de las injusticias de los demás hombres, solamente cuando no existamos entre ellos” (inexplicable coma incluida). Petrona Rosende, única autora –no firmante– era a su vez poeta, rebelde, defensora acérrima del acceso femenino a la educación y a la formación profesional. Sin embargo, juzgadas con perspectiva temporal, sus pretensiones de género convertían al medio en una agitación antisistema del temprano siglo XIX rioplatense. Por la misma razón, Petrona redactaba en el anonimato.

De siete años más tarde encontramos La Moda: “Gacetín semanal, de música, de poesía, de literatura, de costumbres” que dirigía un muy joven Juan B. Alberdi bajo el seudónimo “Figarillo”. Miembro insigne de la generación del 37, proponía en este caso un semanario no político, estrictamente cultural. Declaradamente frívolo en este caso, el jurista liberal cultivaba novedosos extranjerismos: “Para hacer una visita no es necesario saber la hora; que la sepan los serenos y los maestros de escuela. Es más romántico, más fashionable (ambas itálicas en el original) el dejarse andar en brazos de una dulce distracción y hacer como Byron”. La Moda incluía poemas, partituras, sugerencias mobiliarias e indumentarias: “Los sombreros grises podrán tener suceso”; “los géneros escoceses que todo el mundo buscaba, ya no son de buen gusto”. Con respecto a los vestidos que “se abotonaban hasta arriba en Francia a causa de la estación demasiado fría”, se sugiere abandonarlos: “No es cosa de asarse este verano por andar a la francesa”.

Bastante más dramática que la anterior resultaba, ya cuatro décadas después, la propuesta de la revista Criminal (1873), que llevaba en sus portadas logradísimas ilustraciones de delincuentes –en algunos casos abatidos– y narraba sus tropelías con lujo de detalles.

Pero ciertos intereses de origen llegarían para quedarse: arte, política, música y hasta el cine en sus albores (Celuloide, publicada en Bahía Blanca en 1933) irradian fragmentos de una idiosincrasia, raíces de pertenencia: la legendaria Proa (dirigida por Jorge Luis Borges y Ricardo Güiraldes); Patoruzú (1936, con tapas color y a 15 centavos el ejemplar) donde una rima titula cada tira de cuadritos. “En las líneas del destino, el indio encuentra padrino”, nos anuncia la entrada en escena del personaje Isidoro Cañones. También de historietas, más tarde, encontramos Skorpio u Hora Cero, donde nació El Eternauta, de Héctor Oerstelheld, en 1957; Automundo, pionera en captar lectores tuerca (1965) entre otros fotogramas de nuestra historia.

La colección de Primera Plana (1962-1973), el célebre semanario de Jacobo Timerman, cumple en sus 68 páginas “serias” otra elipsis identitaria pura: las portadas relucen el bigote poco psicodélico de Onganía o la mirada guerrera del “Lobo” Vandor, aunque en sus páginas interiores asoma un futuro visto con lente precario: “2001: Así habló Stanley Kubrick” o “Nueva Ola. El rock and roll es una plaga en Francia”. Pocos lo saben, pero en esas hojas nace Mafalda (con entidad propia, no como publicidad de lavarropas, dato –en cambio– bastante conocido), donde un Quino sabio abarca “el espejo de la clase media argentina y de la juventud progresista”, según descifra por entonces un periodista español.

Las firmas de Primera Plana son un mosaico de plumas precoces que el tiempo amplificó: Tomás Eloy Martínez, Hugo Gambini, Silvia Rudni, Miguel Briante, Edgardo Cozarinsky, Osvaldo Soriano, Mariano Grondona, Florencio Escardó… En “Televisión”, la grilla anuncia “Los intocables” a las 21:00 en Canal 7 y “Viendo a Biondi” a las 21:30 en Canal 13.

Folklore, de Julio Márbiz, tuvo su momento de oro a mediados de los años 60, pero ya al borde de la recuperación democrática llegaría Hurra, con el rock nacional en expansión (firmaban los muy jóvenes Gloria Guerrero y Alfredo Rosso, que venían de Pelo o Expreso Imaginario, de las pocas ausencias, por ahora, del archivo), y la facilitadora Canta rock, popularísima, que abrazaban los cantores de fogón para aprenderse “una que sepamos todos”. Pero emergen también apuestas menos convencionales: Armas y tiro (1963); Periodismo de Anticipación (lanzada en 1968, se ocupaba de parapsicología, alienígenas, propulsión espacial); Mitomagia, que prometía una mirada “seria, documentada, objetiva, veraz” sobre astrología, brujería, adivinación y supersticiones.

Vectoras de otras “batallas culturales” más cultas que las actuales, brotaron tempranas propuestas políticas de derecha a izquierda: Forja, Sol y luna, Propósitos, Realidad, Controversia (que debió publicarse en México, por razones obvias, entre 1974 y 1981); todas ellas dando la discusión, fundamentando: esa práctica en desuso, a la luz de la actual red social X. Además de la política, una marca local es la inmanencia de enormes revistas literarias, desde la fundamental Martín Fierro pasando por El escarabajo de oro (de Abelardo Castillo, que a su vez viene de hacer El grillo de papel, en 1959), V de Vian, Diario de poesía, Plebella, 18 Whiskys, Babel, Último Reino y prácticamente la mitad de las publicadas en nuestro país que, a veces vinculadas al arte plástico o la filosofía, se dedicaron a cuestiones culturales.

El periodismo rioplatense nació pícaro y esa tendencia creció pasando por Hortensia, Mengano, Chaupinela, hasta alcanzar con el tiempo la exacerbación. Seguir esa huella en el catálogo de Ahira resulta adictivo: si en la recorrida cronológica se desprenden partículas iniciales de un ingenio hoy cándido, vemos crecer otro tipo de risas desatadas.

En 1973, Satiricón, con Oskar Blotta y Andrés Cascioli a la cabeza, se burla con ganas de la clase política; en la primavera alfonsinista de 1983, ya se ríe de todo la mítica Cerdos y Peces –escuela local de periodismo salvaje, a lo Hunter Thompson– que dirigía Enrique Symns, el Bukowski argentino, a espaldas de cualquier juicio moral: pura acidez feroz y desafiante, plantada como bandera desde su primer número, en cuya tapa un punk mira amenazante y los títulos disparan: “Drogas, venenos para volar”; “Matadero Borda”; “Sección gay”. A partir del número16, la Cerdos (así la llaman sus lectores) llevará una bajada que subrayaba su malditismo: “La revista de este sitio inmundo”, anticipando contenidos aun más marginales; los extremos, lo innombrable.

Manuela Barral, Diego Cousido, Martín Greco, Guillermo Korn, Soledad Quereilhac, Ana Lía Rey, Claudia Roman, Martín Servelli y Sylvia Saítta –cofundadora y actual directora– son los hacedores de esta maravilla. Cerraron el año con una mención especial en los premios Konex y nuevo material en el sitio. Porque la rotativa digital no para: entre sus últimas incorporaciones se suman la recordada Anteojito (1964-2001); El Suplemento Literario Télam, que de 2011 a 2018 supo ser gráfico (preservó así parte de la invaluable producción cultural de la agencia cuyo material online fue eliminado por el actual gobierno); la colección completa de Ramona (2000-2010), atípica “revista de artes visuales” sin artes visuales, salvo la puesta en caja de textos, único contenido negro sobre blanco: “arena de polémicas, iconoclasta y accesible”, en palabras del editor. En Ramona escribieron César Aira, José Emilio Burucúa, Andrea Giunta, Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Abbas Kiarostami o Gianni Vattimo, por nombrar algunos.

“En diez años de vida aprendimos mucho acerca de qué significaba un archivo digital –dice Saítta, doctora en Letras–. Tras la enorme e imprevista recepción que tuvo el sitio, hubo que reformular la plataforma y el propio proyecto: a medida que crecimos ya no se trató de revistas literarias o culturales, como en un principio, sino también de las deportivas, infantiles, políticas. Entonces surgió la idea del ‘kiosco digital’, similar al ámbito físico donde convivían en una suerte de feliz vecindad revistas tan distintas en tema y contenidos”.

Siempre nos quedarán pendientes menciones, todas fundacionales a su modo: El Ornitorrinco, Crisis, Punto de Vista, Fierro, El Ojo Mocho, Péndulo, El Amante. Intentar mencionar estas revistas sin exclusiones imperdonables da una dimensión de lo invaluable de Ahira y su ya imprescindible existencia.

Cierto es que el papel pierde día a día hegemonía a manos de otros soportes y apunta a ser un lujo. Pero este rincón –agazapado, precisa y paradójicamente, fuera del papel– tiene aquí su reservorio, donde viven espíritus de época.

Ahira es, pues, la iniciativa generosa, rescatadora de las precámbricas eras pre clic bait, de cuando las cosas (y las opiniones, y quienes las emitían) tenían cuerpo.

Vale la pena indagarla; por su otro ritmo, por volver un rato al paisaje entrañable de la malquerida hoja; a la lectura larga en esa hipnosis rústica que las pantallas no logran. Aquella que los trolls (“mucho texto”, dirán ellos, definiéndose) desconocen por completo.

Por Gabriel Sánchez Sorondo

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