La sonrisa de Miguel Ángel Russo es tan penetrante como su experiencia. Valioso por su sabiduría para domar tanto vestuarios como situaciones deportivamente críticas, en San Lorenzo ha conseguido calar hondo con su paciente optimismo. Hasta, de repente, contagiarlo.
Aislando a su grupo de los movimientos tectónicos institucionales que no se han detenido (inhibiciones, reproches cruzados, pasadas de factura). Tirantez con la que muchos detés han tenido que convivir a lo largo de este prolongado agite -que precede incluso a la actual gestión- pero que pocos han logrado neutralizar.
O posiblemente uno solo.
San Lorenzo está protagonizando una especie de remake del efecto Insua. Con un entrenador que comparte características del perfil identitario del Gallego, el equipo (no el club: el equipo) se revitalizó. Y la gestión interna de Russo, por ahora, se impone por sobre la billetera.
El festejo de Braida y Vombergar (Emmanuel Fernández).
La depuración que se hizo en diciembre contribuyó, a punto tal que en los primeros éxitos de 2025 el “los que están son los que querían estar” fue una especie de mantra repetido por el entrenador y por los jugadores. Rasgo que hace match con la génesis del segundo ciclo de Ruben Darío, cuando se potenciaron los recursos y San Lorenzo pasó de pelear la permanencia a jugar a nivel internacional.
El mismo sendero transita Russo, quien es tan consciente de las limitaciones que tiene como sus futbolistas. Partiendo de ahí, ha moldeado un equipo utilitario que gana aunque no brilla -a excepción de cuando la tiene Iker Muniain, acierto de mercado que explica parcialmente este éxito- pero que suma.
Tanto, que se metió en los octavos de final del Apertura tres fechas antes de que se cierre la fase inicial. Impensado hace unos meses, cuando zafar del abolido descenso era objetivo.
Aquello quedó atrás. No así los temblores internos. Pero la sonrisa y el oficio de Miguel, por lo pronto, lo maquillan.
Los festejos luego de la victoria (Emmanuel Fernández).