Mundos íntimos. Cómo superé los ataques de pánico y vencí mis propios miedos luego de un embarazo perdido (que dejó huella).

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El primero de los ataques fue el peor. Sin embargo, los que me convirtieron, de manera progresiva y rápida, en una mujer inhabilitada para llevar una vida normal, fueron los que le siguieron. Volví a ser una nenita que necesitaba compañía hasta para salir a la esquina. Dejé de manejar, ir al supermercado o a reuniones de trabajo. Me despertaba de madrugada y llamaba a la ambulancia como quien pide un Rappi. Hasta que una mañana, después de tirarme en el sillón del living convencida de que estaba sufriendo un infarto, terminé internada en Favaloro. Me recibió el jefe de terapia intensiva, un fanático de la emergencia y experto en apaciguar códigos rojos, y me mandó a hacer de todo: con tantos factibles diagnósticos no alcanzaba con una parada técnica en la guardia.


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Culpables de nada

Al final del día, el hombre de cara seria y guardapolvo blanco me dijo que no habían encontrado nada grave, que me podía ir, pero que debía consultar a un psicólogo. Lo que mi cuerpo gritaba estaba en mi cabeza. Me dio un papelito con un número y lanzó al aire una etiqueta que agradezco haber recibido a tiempo: “Es ataque de pánico”.


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Páginas y pantallas

Unos días antes me había sometido a una punción mamaria. La sensación de estar despierta, con los brazos quietos a los costados de mi cuerpo, mientras el médico le daba a la aguja, no podría explicarse con otro verbo. Me caían las lágrimas y ni siquiera podía secarlas. En algún momento, la enfermera se dio cuenta de que estaba temblando y me dijo: “Lo que viene a partir de ahora es lo mismo, pero repetido muchas veces”. Le pregunté cuántas. No respondió.

***

Tenía 35. Era una piba, madre de dos nenas, y hasta ese momento no tenía ningún antecedente familiar que me pudiera llevar a la sospecha de un cáncer (años después, mi abuela murió de esa enfermedad, y entendí que el futuro a veces nos habla). Yo cargaba con otro tipo de antecedente: mi cuñada, con la que había trazado una suerte de hermandad tácita, había enfermado a los 18 y su mamá había muerto, por un tumor, un par de años antes. Es decir que había vivido la enfermedad de cerca, y el fantasma de lo ominoso hacía sus apariciones de tanto en tanto.

Valeria Sol Groisman durante una presurometría a ver si tenía algo físico.

Así fue que luego de un síntoma recurrente pero menor, le pedí a mi ginecólogo una orden y fui a hacer mi primer control mamario. Tomé un turno a las nueve de la mañana del mismísimo día en que le iba a festejar el cumpleaños a la chiquita. Reconozco lo tonta que fui. No se hacen estudios ni se visita al médico en la previa de un festejo. Ahora lo sé.

El supuesto trámite exprés se demoró: a las doce ya me había hecho unas cinco placas. Al mediodía llamé a mi marido y le dije: “Venite, que hay algo raro”. Llegó enseguida. Le convidé un poco de mi Coca Zero, estábamos mudos. Al rato salió la jefa de enfermeras. Mi teta izquierda era una luna con un montón de cráteres amorfos. No lo explicó así, pero esa fue la imagen que se me apareció en la cabeza cuando habló de “una cantidad importante de microcalcificaciones agrupadas”.

Esa tarde recibí a los veinte demonios infantes en un salón prestado, puse cara de poker en la ceremonia de la torta y esperé el mensaje de mi médico, que llegó para coronar la fiestita. La decisión tenía carácter de orden: hay que punzar.

El paseo en bicicleta fue uno de los primeros “permitidos” que Valeria Groisman se dio cuando empezó a recuperarse.

Esa es la historia, muy resumida, de cómo llegué al momento aterrador, pero también patético, en el que estoy acostada boca abajo en una camilla, mis tetas cuelgan como dos pasas de uva y yo lloro.

Sábado, tres semanas después. La biopsia dio bien. Estoy acostada en el sillón de mi casa leyendo a Inés Garland (reconozco que nunca más me animé a leerla) cuando siento un mareo. Lo atribuyo a la posibilidad de que mi vista está cansada. Me incorporo y la nebulosa se vuelve más espesa. Tengo frutos secos, salados, en un platito. Como uno, dos, tres. Debe ser presión baja. Cuatro, cinco… diez. La cosa se pone peor. ¡La sal, qué tonta!, me digo. O mejor dicho: dice una voz en mi cabeza. Seguro la presión ahora se fue a la estratósfera. Soy hija de médica: la hipotensión y la hipertensión forman parte de mi léxico familiar.

Llamo a mi marido, de nuevo, pobre santo, y le digo que me siento rara, pero no mal. “¿Rara cómo?”, me pregunta, y le respondo: “Vos vení, que no estoy para dar explicaciones”.

Recuerdo estar acostada con mi cabeza sobre su regazo y sentir que me elevo. Una experiencia sobrenatural que nunca más experimenté, y que hoy me parece del orden de lo onírico.

***

Llegué al consultorio de R. acompañada y masticando un caramelo. En esos días de sustos constantes me había dado cuenta de que cada vez que estaba por desatarse un ataque (yo lo sabía porque me subía un calor insoportable desde las puntas de los dedos de las manos hasta los hombros), si me metía algo dulce en la boca, el malestar cedía un poco y el síntoma iba desacelerando. Fue así como empecé a consumir caramelos de manera casi compulsiva.

En esa primera consulta me habré comido unos diez. La única tarea para el hogar que me asignó R. fue deshacerme de los dulces. “Se llama conducta de reaseguro”, me dijo. Claro que no tiré nada. Seguí reasegurando mi conducta, que, aprendí, era además “evitativa”. Es decir, comía caramelos para garantizarme a mí misma que el ataque de pánico no crecería.

Dos días después, entré al consultorio vestida con ropa elegante, botas altas, labios rojos y una cartera al tono. Tenía un cumpleaños, pero no sabía si me animaría a ir. Me senté, y él se puso de pie: “Hoy vamos a salir a la calle”. What???, pensé para mis adentros. Me preguntó si solía hacer actividad física. Le dije que casi nada. Entonces sugirió que con dos vueltas estaríamos bien.

—¿Dos vueltas? ¿A la manzana, decís?

—Sí —me respondió—, pero trotando.

—Ah, no, no creo que llegue a dar dos vueltas. Además, mirá, estoy con tacos. Y tengo la cartera encima. Mejor lo dejamos para otro día.

Trotar fue el primero de los remedios naturales. Completé las dos vueltas, agitada. En cada esquina creí que moriría. Mi cartera rebotaba contra mi cadera, la gente me miraba. Cuando finalmente llegué, R. aplaudió, y dijo: “Mirá qué loco, che: sobreviviste”. Creo que fue la primera vez que me reí de mi propio miedo.

Después, subí y bajé escaleras. Jugué a marearme adrede. Hice flexiones. Me provocaba los síntomas del ataque de pánico, en una simulación segura, para que mi cabeza comprendiera que a mi cuerpo no le pasaba nada.

Paralelamente, empecé a encontrar actividades que me hacían bien: dibujar tramas, tocar la guitarra, tomar clases de DJ. No podía leer ni escribir. Me costaba concentrarme, o no quería concentrarme. Asociaba lo profundo y lo complejo con la ansiedad. Me refugié en lo banal. Películas bobas, por ejemplo. A decir verdad, no me importaban las tramas: las voces hacían de sonidoterapia, y nada más.

Un día, cuando ya había aprendido a lidiar con mis ataques, R. decidió que era momento de hurgar un poco. ¿Qué me tenía tan asustada? ¿Era la punción, o había algo más? Entonces, le conté de mi embarazo ectópico, que había ocurrido unos años antes. A las doce semanas de gestación, mi trompa de falopio derecha había explotado. El feto, que no tenía ninguna posibilidad, mostraba latidos positivos. Hemorragia interna. Operación de urgencia. En la cirugía en la que me salvaron, mi feto murió. Después, sin nombre ni apellido, fue a parar a la Academia Nacional de Medicina en un frasco de vidrio con formol.

Al cabo de unos días terminé en el consultorio de una psicóloga que se jactaba de ser experta en duelos. La mujer, que ni me conocía, sentenció que el mío había sido un embarazo no deseado: “Cuando un feto se aloja donde no debe es porque no se lo buscó con intención”. En cuanto la escuché le dije que me tenía que ir.

Desde ese momento, el bichito de la culpa se coló como idea intrusiva y me acompañó durante años, hasta ese día en que exploté en pánico.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la ansiedad y el ataque de pánico son las patologías de salud mental que más crecen y mayor prevalencia tienen a nivel mundial. Para mí, que, además de escribir, me dedico a investigar la comunicación, la ansiedad es la metáfora que mejor explica el mundo en que vivimos. Un mundo hiperacelerado, donde la producción, la felicidad y la apariencia son exigencias, la mayoría de las veces, inalcanzables.

La ansiedad es, en definitiva, el síntoma que explica el miedo a la muerte, que es la única certeza que tenemos. Pero es, también, una caracterización del miedo a otras muertes, pequeños ocasos, evaporaciones sintéticas: el miedo a no encajar, el miedo a no ser lo que se debe ser, el miedo a la soledad. Consentimos vivir en vidrieras y el ansia de ser elegidos es nuestro motor. O nuestra condena.

***

Dos años me llevó superar los ataques de pánico. Siempre digo que soy una ansiosa en proceso de recuperación. Lo mío no es el silencio, tampoco la meditación. Menos que menos la quietud. Soy hiperactiva y mi mente es polifónica, pero ahora sé cómo bajar el volumen, el ritmo, la velocidad. Lo que desapareció por completo fue la culpa de no haber podido sostener ese embarazo tan deseado, y lo que volvió fue la lectura junto con la escritura. Volvieron las ganas de pensar en lo que incomoda, porque entendí que atravesar el dolor me hizo, no más fuerte, pero sí más tolerante frente a mi propia vulnerabilidad.

A R. lo seguí viendo. Las últimas veces nos reíamos mucho más de lo que hablábamos o hacíamos ejercicios. En esas risas compartidas vislumbré la posibilidad de escribir “Barullo”, mi primera novela, que parte de un hecho verídico y se nutre de datos verificados, pero, que, por lo demás, es pura ficción. No creo que la literatura deba ser un instrumento político, ideológico o terapéutico, pero cuánto me hubiese ayudado encontrar, en mi peor momento, un texto que advirtiera, como reza el título de un libro de Milena Busquets que me encanta, “esto también pasará”.

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