Recorre el mundo una ola poderosa y novedosa de políticos e intelectuales de derecha como no se veía desde hace varias décadas. En el plano político, nombres como el siempre impecable Santiago Abascal en España, el ácido Viktor Orbán en Hungría y, mi preferida, la potencia italiana de Giorgia Meloni, marcan el pulso. Obviamente, también están Marine Le Pen en Francia, Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Javier Milei en Argentina, y un largo etcétera que incluye a la nueva derecha alemana de Alternativa para Alemania (AfD).
Pero estos nombres no son más que la punta de lanza de un movimiento mucho más profundo: una corriente filosófica e ideológica que se presenta como una contrarreacción a la Escuela de Frankfurt, ese laboratorio de pensamiento que, desde los años 20, recicló el marxismo cultural, emigró a Estados Unidos y desde allí se expandió por el mundo.
La nueva derecha retoma textos y referencias que habían sido desplazados por décadas: desde clásicos liberales como La fatal arrogancia de Friedrich Hayek hasta los ensayos más agudos de Antonio Escohotado. Y entre los pensadores más influyentes en nuestro idioma, vale la pena destacar a Agustín Laje, quien con sus libros La batalla cultural y Generación idiota articula una crítica frontal al progresismo dominante.
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Estos movimientos tienen marcadas diferencias locales, pero también elementos comunes muy claros: son ideológicamente definidos, y por lo tanto, no le temen a la polarización, al debate ni a confrontar los paradigmas establecidos por la izquierda cultural. Rechazan los mecanismos de integración supranacional cuando afectan la soberanía, priorizando los intereses y las agendas de sus propios países.
Como consecuencia lógica, defienden una fuerte inversión en defensa nacional, el derecho ciudadano a portar armas, y se muestran críticos de la clase política tradicional. Promueven mayor transparencia institucional: eliminación de las listas sábana, acceso más directo al referéndum, y representantes que mantengan sus trabajos en paralelo a sus cargos, como sucede en Suiza. No creen en la «casta» ni en el «Estado profundo», y reclaman, cada día, la reducción de privilegios políticos. Son soberanistas: el poder debe volver a la gente, no quedarse en sus representantes.
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En resumen: polémicos antes que conciliadores, nacionalistas antes que integracionistas, soberanistas antes que globalistas. Lo que diga el pueblo en voto secreto, es lo que se hace.
Estos movimientos, en todo Occidente, son producto de su tiempo. Y, tarde o temprano, llegarán también a nuestras orillas, porque responden a problemas concretos de nuestra época. ¿Tiene sentido que un diputado uruguayo gane más que uno suizo?
Una última característica: estas nuevas derechas están compuestas, en gran parte, por jóvenes. Jóvenes que colocan vino nuevo en odres viejos. Que buscan darle sentido a sus vidas comprometiéndose en cambios políticos radicales en el contexto que les tocó vivir.
Meloni, en un video ya icónico, exclama: “Roma es la capital de Europa”. Porque la capital no puede estar donde se ubiquen las sillas del poder, sino donde esté la base ética y moral de una comunidad.
Roma es, sin duda, la capital de Europa. Porque más allá de los césares, hubo un Pedro que, al marcharse por la Vía Apia, escuchó la pregunta: “¿Quo vadis?”. Pedro volvió, sabiendo que lo esperaba una muerte segura. Pero sobre su tumba edificamos Occidente.
Seamos lo que debemos ser… o no seremos nada.